Mitos de los complementos vitamínicos

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Luego del rigor científico, el trabajo duro y el pensamiento creativo que habían hecho de Linus Pauling una leyenda, se dio un punto de inflexión en su carrera cuando en 1966, a la edad de 65 años, comenzó a agregar vitamina C a su jugo de naranja por la mañana. Era como añadirle azúcar a la Coca Cola, y él creía de todo corazón, a veces con demasiada vehemencia, que era algo bueno.

A partir de entonces, la gente lo recordaría por una cosa: la vitamina C. En 1970, Pauling publicó La vitamina C y el resfriado común, e instó al público a tomar 3 gramos de vitamina C todos los días (¡50 veces la cantidad diaria recomendada!). Las ventas de multivitamínicos y suplementos dietéticos aumentaron, al igual que la popularidad de Pauling. En 1992, sus ideas aparecieron en la portada de la revista Time bajo el título: “El verdadero poder de las vitaminas”, donde se promocionaron como tratamientos para enfermedades cardiovasculares, cataratas e incluso cáncer. Las ventas de vitamina C se cuadruplicaron.

A lo largo de los años, la vitamina C y muchos otros suplementos vitamínicos han encontrado poco respaldo en los estudios científicos. De hecho, con cada cucharada de suplemento que agregó a su jugo de naranja, Pauling estaba más propenso a dañar su salud en lugar de ayudar a su cuerpo. Sus ideas no solo demostraron ser erróneas, sino, en última instancia, peligrosas.

Pauling basaba sus teorías en el hecho de que la vitamina C es un antioxidante, un tipo de moléculas que incluyen a la vitamina E, el betacaroteno y el ácido fólico. Se piensa que sus beneficios surgen del hecho de que neutralizan moléculas altamente reactivas llamadas radicales libres. Rebeca Gerschman, en 1954, identificó estas moléculas por primera vez como un posible peligro. Posteriormente, Denham Harman argumentó que los radicales libres pueden conducir al deterioro celular, enfermedades y, en definitiva, al envejecimiento.

¿Cómo operan los radicales libres?

El proceso comienza con las mitocondrias, esos pequeños motores de combustión que se encuentran dentro de nuestras células. En sus membranas internas, los alimentos y el oxígeno se convierten en agua, dióxido de carbono y energía. Pero no es tan simple. Además de los alimentos y el oxígeno, también se requiere un flujo continuo de partículas cargadas negativamente llamadas electrones.

Como una corriente cuesta abajo que alimenta una serie de molinos de agua, este flujo se mantiene a través de cuatro proteínas, cada una incrustada en la membrana interna de las mitocondrias, lo que impulsa la producción del producto final: energía. Esta reacción alimenta todo lo que hacemos, pero es un proceso imperfecto. Hay una fuga de electrones de tres de los molinos de agua celulares, cada uno capaz de reaccionar con las moléculas de oxígeno cercanas. El resultado es un radical libre, una molécula reactiva con un electrón. Para recuperar la estabilidad, los radicales libres causan estragos en las estructuras que los rodean, arrancando electrones de moléculas vitales como el ADN y las proteínas para equilibrar su carga, provocando mutaciones que pueden inducir el envejecimiento y enfermedades relacionadas con la edad.

Poco después, se los vio como enemigos que deberían ser eliminados de nuestros cuerpos. Harman escribió: “Se podría esperar que la disminución de [radicales libres] en un organismo produzca una disminución en la tasa de degradación biológica…”. Hablaba de los antioxidantes, moléculas que aceptan electrones de los radicales libres, lo que disminuiría la amenaza.

Los experimentos que se realizaron dieron pocos frutos. En la década de los 70 y 80, por ejemplo, a muchos ratones, nuestro animal de laboratorio, se les prescribió una variedad de antioxidantes suplementarios en su dieta o mediante una inyección directamente en el torrente sanguíneo. Los resultados fueron prácticamente los mismos: un exceso de antioxidantes no reprimió los estragos del envejecimiento ni detuvo el inicio de las enfermedades.

¿Qué pasa con los humanos?

A diferencia de nuestros parientes mamíferos más pequeños, los científicos no pueden llevar a miembros de nuestra sociedad a los laboratorios y monitorear su salud a lo largo de la vida. Pero lo que pueden hacer es establecer ensayos clínicos a largo plazo. La premisa es bastante simple: Primero, se ubica a un grupo de personas de edad, salud y estilo de vida similares. Segundo, se dividen en dos subgrupos. Una mitad recibe el suplemento que nos interesa probar, mientras que la otra recibe un blanco: una pastilla de azúcar, un placebo. Tercero, nadie sabe quién fue el que recibió el medicamento hasta después de finalizado el experimento. Conocido como un ensayo de control doble ciego, este es el estándar de la investigación farmacéutica.

Desde la década de 1970 ha habido muchos ensayos como este tratando de averiguar qué es lo que hace la suplementación con antioxidantes a nuestra salud y supervivencia. Los resultados están lejos de ser alentadores.

Ahora sabemos que los radicales libres se usan a menudo como mensajeros moleculares que envían señales de una región de la célula a otra. En esta función, se ha demostrado que modulan cuando una célula crece, cuando se divide en dos o cuando muere. En cada etapa de la vida de una célula, los radicales libres son vitales. Sin ellos, las células seguirían creciendo y dividiéndose sin control. Hay una palabra para esto: cáncer.

Cuando están bajo el estrés de una bacteria o virus no deseado, los radicales libres se producen naturalmente en mayor número, actuando como alertas silenciosas para nuestro sistema inmunológico. En respuesta, esas células a la vanguardia de nuestra defensa inmunológica, los macrófagos y los linfocitos, comienzan a dividirse y explorar el problema. Si es una bacteria, la engullirán como “Pac-Man”.  Dicho de otra manera, liberarnos de los radicales libres con dosis extras de antioxidantes, no es una buena idea.

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