Sobre nuestros miedos

0
377

Mi ritmo cardíaco se aceleraba, el pecho se oprimía y la vista se nublaba. Esas sensaciones eran familiares. Me habían recorrido el cuerpo varias veces antes en mi vida, la mayoría cuando estaba expuesto a las alturas. También durante lo que parecía el interminable momentos de un grave accidente automovilístico, rodando por la carretera y cayendo en una cuneta en plena lluvia.

Después volvieron por semanas, cada vez que conducía sobre asfalto húmedo o tomaba una curva cerrada. Son las sensaciones que aparecen en momentos de incertidumbre a altas horas de la noche, caminando a casa por una calle oscura con una moto demasiado cerca o despertando de golpe en la casa, preguntándonos si ese ruido extraño que había escuchado era un sueño o realidad.

Esta vez, sin embargo, no estaba haciendo ninguna de esas cosas. Estaba en El Hatillo, municipio perteneciente al Estado Miranda, donde se han registrado unos pocos casos confirmados de COVID-19. De pie, en el pasillo de productos refrigerados de un conocido supermercado, mirando los estantes en parte vacíos. Solo quedaba una bandeja de carne molida en el refrigerador del supermercado. Traté de decirme que la situación era manejable, evitar el contacto visual con los otros compradores cuando agarré ese última bandeja de carne molida. En ese momento, ¡pude sentir nuestra inquietud colectiva!

Muy a menudo, describimos el miedo como una enfermedad. Decimos que se propaga como un virus a través de la multitud, hablamos de estar afectados por él. Y puede ser un cliché, pero resulta que los estudios sugieren que es cierto: el miedo realmente es contagioso.

Desde hace tiempo sabemos que los animales pueden “oler” el miedo entre ellos, aunque en la imaginación popular, tendemos a pensar en los depredadores olfateando el miedo de sus presas. Eso es un malentendido del fenómeno. Lo que realmente sucede es que los animales de presa, sin saberlo, emiten “feromonas de alarma” silenciosas e invisibles. Estas son señales químicas esparcidas en el aire destinadas a advertir a otros miembros de su especie sobre los peligros cercanos. Hasta hace poco, no estaba claro si se trataba de una habilidad que se limitaba al mundo salvaje, un “instinto” que los humanos hemos perdido.

El olor del miedo y su sistema de alarma

Ha habido estudios basados ​​en comportamientos observados, donde se sugiere que los seres humanos podríamos ser capaces de emitir y detectar feromonas de alarma. Pero fue hace poco más de una década que un equipo de científicos proporcionó una clara evidencia fisiológica del fenómeno. En palabras de Lilianne Mujica-Parodi: “Nos propusimos hacer la prueba rigurosa de si existían feromonas de alarma humana”. Su equipo utilizó una técnica experimental poco ortodoxa: enviaron a personas a hacer paracaidismo. Mujica-Parodi y sus colegas recolectaron muestras de sudor de 144 personas que estaban a punto de experimentar un salto en tándem por primera vez.

Luego usaron a esos mismos 144 individuos como sus propios controles, recogiendo su sudor después de correr en una caminadora. Posteriormente, el grupo de sujetos de prueba estuvo expuesto a las muestras de sudor recolectadas, utilizando escáneres cerebrales para ver cómo reaccionaban a las feromonas en tiempo real. El “sudor del miedo” desencadenó la actividad en las amígdalas de los sujetos, la pequeña estructura cerebral que se sabe que es fundamental para desarrollar y empujar nuestra respuesta al miedo. Mientras que el sudor del ejercicio, no lo hizo.

En una segunda fase del experimento, después de haber demostrado la reactividad de la amígdala en respuesta al sudor del miedo. El equipo exploró el componente conductual de esa respuesta en la amígdala. Expusieron a otro grupo de sujetos de prueba al sudor del miedo y al sudor del ejercicio, mientras les mostraban una variedad de imágenes de rostros humanos, transmitiendo un espectro de expresiones que iban desde el apacible hasta el enojado.

Luego, cuando se les pidió que calificaran cada imagen como neutral o amenazante al percibir el olor del sudor del ejercicio, los sujetos calificaron solo las caras enojadas como amenazas potenciales. Pero cuando inhalaron el sudor del miedo, fueron mucho más propensos a calificar a todo el rango como amenazante, provocando una mayor vigilancia en los sujetos. Realmente podemos “oler” el miedo entre nosotros, tal como sugiere la investigación. Y ese sistema de alerta química puede preparar nuestros cerebros para reaccionar ante las posibles amenazas.

Eso podría ayudar a explicar por qué a veces nos encontramos caminando por alguna parte de Caracas y de repente nos ponemos en guardia, esa sensación de un ambiente inexplicable, pero claramente amenazante. También podría ayudar a explicar esa tensión palpable en el aire en estos días cuando alguien tose cerca o cuando nos damos cuenta de que el pasillo donde estaba el alcohol está preocupantemente vacío.

He pensado mucho en la investigación de Mujica-Parodi en estos días, mientras compraba los insumos necesarios para la cuarentena. O mientras replanteaba mi rutina y me desplazaba ansiosamente a través de un sinfín de noticias sobre la propagación del virus. Esto puede sonar extraño, pero pensarlo me reconforta. Nuestras feromonas de alarma son un recordatorio vital: el miedo está incorporado en nosotros por una razón y está bien sentirlo. Es un mecanismo de supervivencia, y está diseñado no solo para ayudarnos a sobrevivir como individuos, sino también para ayudar a nuestras comunidades a perdurar.

Es fácil ver la idea del miedo contagioso, del miedo infeccioso, como algo negativo. Pasamos tanto tiempo, como cultura, hablando de suprimir, ignorar, derrotar, superar y curar nuestros miedos. Pero nuestro miedo es un sistema de alarma finamente calibrado, más parecido a un detector de humo que a una enfermedad. En este momento de tensión colectiva, tiene sentido que escuchemos la alarma, no para entrar en pánico, sino preparándonos para superar las eventualidades y prestando especial atención a la orientación médica oficial, científicamente comprobable.

***

Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

 

Del mismo autor: Qué es el COVID-19 y cuánto nos falta para armar su rompecabezas