Me vacuné, ¡espero que funcione!

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Los ensayos con vacunas han tenido una semana extraña. Rusia anunció la última etapa de las pruebas adelantándose a otros países, mientras Moderna y Pfizer iniciaron dos ensayos clínicos masivos, con 30.000 voluntarios, para probar si sus vacunas son efectivas y seguras. ¡Este es el procedimiento normal! Lo que no es normal es un grupo de investigadores que decidieron probar una vacuna de coronavirus sobre ellos mismos.

Al menos 20 investigadores inhalaron una vacuna nasal como parte de lo que llaman la Colaboración de Vacunación de Despliegue Rápido (Radvac), según se narra en una historia verdaderamente “loca” del MIT Technology Review. “Esto sucede fuera de cualquier tipo de regulación o supervisión”, señaló el editor. Y como era de esperarse, muchos bioeticistas encuentran este enfoque para el desarrollo de vacunas,  peligroso. A lo que el autor de la “auto-experimentación” respondió: “Creo que el mayor riesgo es que sea ineficaz”. A finales de julio, el jefe del Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades, Gao Fu, dijo en un seminario web que también le habían inyectado una vacuna experimental y agregó: “Espero que funcione”. 

Debido a que ellos mismos desarrollan la vacuna y se la auto-administran, grupos como Radvac y biohackers, han podido evitar hasta ahora los trámites regulatorios de bioética. Pero, someterse a una vacuna no probada parece ética o legalmente enredado, eso es porque lo es. No se menciona la auto-experimentación en la Declaración de Helsinki, un conjunto de principios éticos establecidos por la Asociación Médica Mundial en 1964 para regir la experimentación humana. Tampoco en el Código de Nuremberg, un conjunto separado de ética de investigación establecido después de las atrocidades cometidas durante la II Guerra Mundial. La práctica no está explícitamente prohibida, pero ciertamente no se recomienda.

En la carrera por descubrir cómo se propaga la enfermedad y qué tratamientos podrían detenerla, alguien debe hacerse primero la prueba. Ese alguien podría ser el médico de la bata blanca. La historia está salpicada de ejemplos a veces horripilantes de auto-experimentación médica, algunos de los cuales tienen notoriedad y recompensa, y la pandemia de COVID-19 no es diferente.

En todo el mundo, los investigadores están ofreciendo sus propios cuerpos a la ciencia en busca de una vacuna para tratar la infección por SARS-CoV-2, un virus que hasta ahora ha matado a más de 716.000 personas y ha enfermado a más de 19,2 millones en todo el mundo.

Una revisión realizada en el 2012, identificó 465 episodios de auto-experimentos de médicos y científicos que intentaron reducir los brotes de peste, tifus, cólera y fiebre amarilla, 140 de ellos relacionados con enfermedades infecciosas peligrosas y ocho resultaron en la muerte ¿Y por qué? ¿Por qué beber una sopa con bacterias del cólera, como lo hizo Max Joseph Pettenkofer en 1892? Históricamente, la auto-experimentación fue una parte importante del proceso científico, permitiendo avances médicos que hubieran sido difíciles de lograr de otra manera. También, debido a que ninguna persona en su sano juicio estaría de acuerdo en participar en la investigación y ningún comité de revisión ética, aprobaría tal experimento.

Lawrence Altman escribió un libro sobre la historia de la auto-experimentación en medicina, titulado: ¿Quién va primero? Es una pregunta que se han hecho a lo largo de la historia los científicos que se han enfrentado a una nueva enfermedad grave como el coronavirus. Por ejemplo, en 1875, en lo alto de las montañas de los Andes, cientos de trabajadores ferroviarios peruanos comenzaron a tener una extraña fiebre, seguida de dolor articular intenso y finalmente la muerte. A medida que el número de muertes aumentaba, se activó la alarma en todo el país. Desesperados por explicar los orígenes de esta extraña enfermedad, la sociedad médica peruana convocó a los investigadores a estudiarla. Los científicos en Perú tenían el presentimiento de que la transmisión estaba relacionada con la “verruga peruana” y trabajaron arduamente para demostrar el vínculo.

Para Daniel Carrión, de 26 años, había una solución simple: si alguien se inyectaba material biológico proveniente de la verruga de uno de los pacientes enfermos y a su vez se enfermaba, ¡voilà! problema resuelto. Carrión no se inmutó. Una vez que tomó la decisión de que la experimentación en un ser humano era necesaria, se preguntó: “¿sobre quién?”. Porque había un problema: los que tenían la fiebre generalmente morían. Carrión respondió esa pregunta de la única manera que su conciencia lo permitía: “sobre mí mismo”. Tuvo fiebre. Y finalmente murió. 

En otro de los ejemplos más famosos, Jonas Salk, virólogo, probó la vacuna contra la polio, que contenía una forma inerte del virus en él y sus hijos en 1952, antes de dársela a terceros. Marina Voroshilova y Mikhail Chumakov, una pareja de expertos rusos en polio, también se autoadministraron una vacuna potencial en 1959, antes de darles a sus tres hijos terrones de azúcar con poliovirus debilitado. Gracias a estas temerarias pruebas se llegó a la producción de la vacuna y posteriormente, la Organización Mundial de la Salud anunció en 1994 que la enfermedad estaba erradicada.

A lo largo de la historia los científicos impacientes y desesperados han decidido subir sus propios cuerpos al ring. Doce auto-experimentadores han ganado premios Nobel por sus esfuerzos, incluido Charles Jules Henri Nicolle, un científico que a principios de la década de 1900 tomó piojos de chimpancés infectados con tifus, los aplastó e hizo una vacuna que él mismo probó. Otro de los laureados fue Werner Forssmann, quien ganó un Nobel en 1956 por cateterismo cardíaco, realizándolo sobre sí mismo, insertando un tubo en una vena que luego dirigió a su corazón. Sí, a su corazón. Sí, vivió.

Reflexionando sobre más de dos siglos de avance médico, mi conclusión es que, a pesar de algunas decisiones imprudentes en el pasado, muchos auto-experimentos han demostrado ser invaluables para la comunidad médica y para los pacientes que se busca ayudar. Por lo tanto, en lugar de despreciar a tales colegas intrépidos en su búsqueda de la verdad, me inclino a saludarlos. Destaco al peruano Carrión, quien no vivió para ver la fama. Pero, su valentía es inmortal.

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