El jueves 7 de marzo, poco después de las 5 p.m. un apagón golpeó gran parte de nuestro país, afectando todos los servicios, desde agua potable y almacenamiento de alimentos hasta la atención médica, comunicaciones y más. En medio de una crisis económica y política, el gobierno y la oposición se culparon mutuamente por el colapso de la red eléctrica, y ¡aun desconozco la verdad! La electricidad se ha restaurado lentamente, pero los apagones continúan y una pequeña parte del país todavía está en la oscuridad.
Con los dispositivos operados eléctricamente, ahora virtualmente omnipresentes en nuestro entorno de vida y en nuestro mundo laboral, las consecuencias de un apagón prolongado y generalizado se combinaron para producir una situación de daños extremadamente grave. Todas las infraestructuras críticas se vieron afectadas y con ello pudo venir un colapso de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, a pesar de este potencial de amenaza y desastre, la sociedad mostró una conducta cívica, aun desconociendo la magnitud y el tiempo de la situación.
Cuando la fuente de energía falla, las actividades cotidianas se cuestionan y las rutas de comunicación habituales se vuelven prácticamente inutilizables. Los riesgos e incertidumbres asociados inquietan a los ciudadanos y destruyen su confianza en la capacidad para controlar sus condiciones de vida. Esto se vio agravado por el hecho de que los afectados no estábamos preparados para el momento en que llegó el apagón eléctrico y por la incertidumbre sobre su duración. Si los suministros disminuyen, si falta información y si el orden público comienza a colapsar, las personas se sienten impotentes, experimentando angustia y estrés.
En total, 30 millones de personas perdimos la potencia eléctrica durante días en el mayor apagón en la historia de Venezuela. El apagón eléctrico provocó enormes dificultades en las funciones y suministros, daños económicos y amenazas considerables para la seguridad y el orden público. Este evento dejó al menos una decena de muertes y costó un estimado de 400 millones de dólares, siendo un buen ejemplo de los efectos perjudiciales que ocurren en cascada. Adicionalmente, en la actualidad no existe una manera de medir el impacto indirecto que dejó el apagón (angustia, daños a equipos, tiempo, etc.), los cuales son difíciles de medir con dinero. ¡Y la academia venezolana no escapó de ello!
Uno de los mayores temores de cualquier investigador es la idea de un apagón. Se nos puede ir el internet, el agua, etc., pero una falla eléctrica se nos convierte en una historia de terror. Un corte de energía crea la posibilidad de pérdida de equipos, especímenes valiosos y años de investigación. Casi todos los institutos de investigación y enseñanza superior que participan en la producción del conocimiento y el progreso científico, dependen directamente del suministro de electricidad, y dada su contribución crucial y la integración de estas instituciones con el tejido nacional, solo es capaz de soportar las consecuencias de un apagón de energía por un corto tiempo.
Una de las aristas más complejas es la cuantificación de las pérdidas de productividad laboral, las horas de clase no dictadas, los retrasos en proyectos de tesis y pasantías que afectan a cientos de instituciones públicas y privadas, transformándose en una situación compleja. A estos retrasos se suman los ya existentes, que limitan a los estudiantes en la exitosa culminación de sus estudios.
En los institutos de investigación y universidades nacionales existe el peligro de que las colecciones y los materiales almacenados se dañen o se vuelvan inutilizables para la academia, ya que resulta imposible mantener las condiciones ambientales requeridas (niveles de temperatura, humedad, ambientes inertes, etc.). Además, la falla de los sistemas de seguridad operados eléctricamente implica que los bienes culturales y científicos valiosos enfrentan un riesgo significativo de robo y saqueo.
Academia a oscuras
Aunque es demasiado pronto para determinar en qué medida la academia y los grupos de investigación se vieron afectados por el corte de energía, está la preocupación por las pérdidas significativas en términos de reactivos, muestras y equipos y, por supuesto, el tiempo. Un lamentable ejemplo de esto, fue lo ocurrido en el Centro de Rescate de Especies Venezolanas de Anfibios amenazados (REVA). Enrique La Marca, director del REVA, informó que el Centro estuvo sin electricidad por 111 horas continuas y en el intervalo sucumbieron cinco ejemplares de Aromobates zippeli, conocida como “la ranita de Mucuchíes”.
La Marca explicó que “los adultos de la ranita de Mucuchíes soportaron temperaturas de hasta 24°C. En su localidad de procedencia la temperatura promedio es de 12 grados. Para evitar que la temperatura en el centro de cría subiera peligrosamente, rociábamos agua sobre paredes, techo y terrarios durante las horas más cálidas, lo cual, por evaporación, ayudaba a disminuir las temperaturas en dos o tres grados”. Pese a todos los esfuerzos, no lo lograron.
Mientras en el Instituto de Zoología y Ecología Tropical de la UCV, las neveras que preservaban las colecciones de mosquitos a -80 °C, dejaron de operar y se perdieron años de trabajo en estudios genéticos y enfermedades tropicales como el paludismo. El desánimo y la frustración es patente en los investigadores, quienes han invertido buena parte de su vida al estudio de estos especímenes.
Proteger la inversión
En definitiva, fue una mala semana para la academia venezolana. Nos queda demandar planes de prevención y contingencia antes los desastres: Protegiendo la inversión que la nación ha realizado, en conocimiento, formación y equipos científicos. Los académicos no somos pesimistas. Hemos sido una generación que ha afrontado los retos con una fuerza que impulsará a nuestra sociedad a nuevos horizontes. Nos toca construir y reconstruir, es cuestión de tiempo el descubrir nuestra grandeza como sociedad, Venezuela debe reencontrarse con su historia.
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