¿A qué llamamos muerte? Una mirada desde la microbiología

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González había estado muerto unas horas antes de que su cuerpo fuera llevado a la funeraria. Había estado relativamente sano durante la mayor parte de su vida. Había trabajado en los campos petroleros de Monagas, un trabajo que lo mantuvo físicamente activo y en muy buena forma. Había dejado de fumar una década antes, jugaba softball y se tomaba su cervecita de vez en cuando. Pero, una calurosa mañana de marzo, sufrió un infarto fulminante, cayó al suelo y murió casi de inmediato. Ahora, González yace en la mesa de metal de la morgue del Hospital Universitario Dr. Manuel Núñez Tovar, su cuerpo envuelto en una sábana blanca, frío y rígido al tacto, su piel de color gris violáceo, señales reveladoras de que las primeras etapas de descomposición estaban en camino.

Lejos de estar “muerto”, su cadáver en descomposición rebosaba de vida. Un número creciente de científicos ve a un cadáver en descomposición como la piedra angular de un ecosistema vasto y complejo, que emerge poco después de la muerte, que florece y evoluciona a medida que avanza la descomposición. Hace unos años, la científica forense Gulnaz Javan y sus colegas publicaron en Frontiers in microbiology el primer estudio de lo que llamaron el tanatomicrobioma (microbioma de la “muerte”). El estudio mostró que las bacterias llegaban al hígado unas 20 horas después de la muerte y tardaron al menos 58 horas en propagarse a todos los órganos.

La descomposición comenzó varios minutos después del deceso de González en un proceso llamado autodigestión. Luego que su corazón dejó de latir, las células se vieron privadas de oxígeno y su acidez aumentó a medida que los subproductos tóxicos de las reacciones químicas comenzaron a acumularse en su interior. Las enzimas empezaron a digerir las membranas celulares y luego se filtraron a medida que las células se descomponían. Esto generalmente comienza en el hígado, que es rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido de agua. Con el tiempo, todos los demás tejidos y órganos comienzan a descomponerse de esta manera. Las células sanguíneas dañadas salen de los vasos rasgados y, ayudadas por la gravedad, se depositan en los capilares y las pequeñas venas, decolorando la piel.

La temperatura corporal también comienza a descender, hasta que se ha equilibrado con su entorno. Luego, el rigor mortis, la rigidez de la muerte se instaura, comenzando en los párpados, los músculos de la mandíbula y el cuello, antes de llegar al tronco y luego a las extremidades. En la vida, las células musculares se contraen y relajan debido a la acción de dos proteínas (actina y miosina), que se deslizan una junto a la otra. Después de la muerte, las células pierden su fuente de energía y los filamentos de las proteínas se bloquean. Esto hace que los músculos se vuelvan rígidos y paralicen las articulaciones.

Durante las primeras etapas, el ecosistema cadavérico se compone principalmente de bacterias que viven en y sobre el cuerpo humano. Nuestros cuerpos albergan una gran cantidad de bacterias, en cada una de las superficies y esquinas del organismo se desarrolla un hábitat para una comunidad microbiana especializada. La mayor de estas comunidades reside en el intestino, que alberga billones de bacterias de cientos o quizás miles de especies diferentes.

El microbioma intestinal es uno de los temas de investigación más interesantes en biología, se ha relacionado con funciones en la salud humana y una gran cantidad de afecciones y enfermedades, desde el autismo y la depresión, hasta el síndrome del intestino irritable y la obesidad. Pero todavía sabemos poco sobre estos pasajeros microbianos mientras estamos vivos. Sabemos aún menos sobre lo que les sucede cuando morimos. La mayoría de los órganos internos carecen de microbios cuando estamos vivos. Sin embargo, poco después de la muerte, el sistema inmunológico deja de funcionar y se diseminan libremente por todo el cuerpo. Nuestras bacterias intestinales comienzan a digerir los intestinos, y luego los tejidos circundantes, de adentro hacia afuera, utilizando el cóctel químico que se filtra de las células dañadas como fuente de alimento. Luego invaden los capilares del sistema digestivo y los ganglios linfáticos, extendiéndose primero al hígado y el bazo, luego al corazón y al cerebro. Por último, a los órganos reproductivos.

Una vez que la autodigestión está en marcha y las bacterias han comenzado a escapar del tracto gastrointestinal, comienza la putrefacción. Esta es la muerte molecular: la descomposición de los tejidos blandos en gases, líquidos y sales. La putrefacción está asociada con un cambio de especies bacterianas aeróbicas, que requieren oxígeno para crecer, a anaeróbicas, que no lo necesitan. Estos luego se alimentan de los tejidos del cuerpo, fermentando los azúcares que contienen para producir subproductos gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoníaco, que se acumulan dentro del organismo, inflando el abdomen y, a veces, otras partes. Cuando un cuerpo en descomposición comienza a “desinflarse”, queda completamente expuesto a su entorno. En esta etapa, el ecosistema cadavérico realmente se convierte en un “centro” de microbios, insectos y carroñeros.

Entonces, ¿a qué llamamos muerte? González, nuestro personaje ficticio, durante todo este proceso de descomposición ha dado vida a una gran variedad de especies. Esta es una de las estrategias como la naturaleza nos hace partícipes del interminable ciclo de la vida.

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