Para los aficionados a las megatendencias sobre asuntos humanos, el científico y analista político Vaclav Smil se ha convertido en uno de sus autores favoritos. En su libro Energía y Civilización: Una historia, narra de manera magistral cómo los avances en la tecnología energética, desde el fuego hasta la bomba atómica, pasando por los paneles solares, han impulsado y sustentado los avances de la humanidad, dando forma a nuestra sociedad.
Pero en el libro nunca arguye que algo está predestinado, sino que lo inventamos a medida que avanzamos. Smil indica que la tarea más grande que enfrentamos en la actualidad es cómo hacer la transición de la «época de los combustibles fósiles” hacia el futuro. Estos combustibles nos dieron dos siglos de industrialización, pero sus emisiones en este momento nos amenazan con una catástrofe climática.
Incluso ahora, no hemos llegado realmente a entender qué tan profundo es este cambio, de tal manera que el mundo se está inundando de eco-pesimistas quienes nos ven condenados por nuestra adicción a los combustibles que están destruyendo al planeta.
Por otro lado, están los super-optimistas (como Julian Simon y Matt Ridley), quienes insisten en que nuestro futuro está asegurado porque el Homo Sapiens siempre ha utilizado su ingenio para salir de las dificultades, encontrando nuevos materiales o tecnologías para superar los problemas.
Smil no ve una regla general de que más energía produzca mejores sociedades: «Un mayor uso de energía por sí solo no garantiza nada, excepto mayores cargas ambientales”. En cualquier caso, aquellos que ven «un futuro de energía ilimitada», se ocupan de «nada más que de cuentos de hadas».
La conversión de energía es la «moneda universal» de nuestro planeta, comenzando con la fotosíntesis que convierte la energía solar en biomasa. Un músculo humano puede transferir alrededor de 100 vatios de potencia. Mientras, las primeras ruedas hidráulicas para riego y molienda de granos nos dieron unos 500 vatios, luego vinieron los motores a vapor de 100.000 vatios y ahora las turbinas de mil millones de vatios que generan electricidad en las modernas centrales eléctricas, como las de Planta Centro.
Las sociedades humanas han progresado y crecido descubriendo cada vez más y mejores maneras de convertir la energía para nuestros propósitos. Tales cambios transformaron nuestro mundo.
La quema de hidrocarburos, una vez fue el gran impulsor de la prosperidad, pero se ha convertido en nuestra maldición. ¿Estamos a la altura de la tarea de desterrar los combustibles fósiles? Algunos lo creen. El ex vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, ha estado ofreciendo recientemente una evaluación sorprendentemente optimista del potencial de las tecnologías renovables, para tomar rápidamente el control de los combustibles fósiles gracias al Acuerdo de París, que es considerado por muchos como el logro ambiental más importante de la historia por su alcance global y sus objetivos a largo plazo, a pesar del abandono del acuerdo por Donald Trump. EE.UU. es considerado el mayor generador histórico de dióxido de carbono (responsable de cerca del 15% de las emisiones globales), pero hace una década China lo pasó como el país que es fuente principal de gases de efecto invernadero.
En la medida en que la producción de energía ha crecido, se ha vuelto más barata y más eficiente. En casi un siglo, el costo de la energía disminuyó unas 100 veces. Tal hecho, debería convertirnos en “tecno-optimistas”. Pero una energía barata significa que usamos más de ella, desperdiciándola.
Los métodos que hoy se emplean para producir energía, en su mayoría agotan los recursos y contaminan el ambiente. Al ritmo actual, mucha de la energía fósil será consumida en los próximos 70 años, cambiando a la atmósfera de forma irreversible. Por ejemplo, para transportar a una sola persona en un carro, a una distancia de 500 km, se queman 175 kg de oxígeno equivalentes a los que una persona respira en todo un año.
Las plantas producen suficiente oxígeno para los siete mil millones de personas que habitamos el Planeta pero no pueden producirlo para un mundo lleno de vehículos, cada uno quema por lo menos catorce veces más oxígeno del que consume un individuo.
Los esfuerzos de las últimas décadas se han orientado en producir más petróleo, a refinarlo mejor y a controlar su distribución. El énfasis se ha trasladado hacia la investigación para encontrar fuentes de energía abundante y limpia, con motores comparables en potencia a los actuales, que sean más rentables y menos nocivos al ambiente.
Sin embargo, el desarrollo de tecnologías limpias casi siempre constituye la promoción de un producto costoso para obtener bienes de primera necesidad. Esa paradoja sigue impregnando la política energética y ambiental.
La tierra sufrirá mayores niveles de calentamiento, subirán las temperaturas medias, se acelerará el deshielo en los polos y crecerá el nivel del mar. Estas son las predicciones de los científicos que alertan de las consecuencias de no dejar atrás la «época de los combustibles fósiles”.
Cada año podría haber hasta 3.000 millones de toneladas más de dióxido de carbono en la atmósfera. Incluso si todos los países del Acuerdo de París cumplen su compromiso, la tierra podría calentarse 0,3 grados centígrados más a finales de siglo, el objetivo es que no alcance los 2 grados para entonces y ya hemos superado más de 1,1 grado centígrado.
Pero nos enfrentamos a una innegable encrucijada, y sólo un camino correcto. En las próximas décadas, tenemos que abandonar los combustibles fósiles y embarcarnos en lo que se llama, la búsqueda por crear un nuevo sistema de energía compatible con la supervivencia a largo plazo de la civilización. Por tanto, vamos a necesitar un retorno a la construcción de plantas nucleares y un avance en formas baratas de almacenar energía eólica y solar. ¿Lo lograremos? Este es el momento decisivo.
Foto: Archivo
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