Ya no creo en alienígenas

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Enrico Fermi fue uno de los arquitectos de la bomba atómica y ganador del Premio Nobel por sus contribuciones a la mecánica cuántica y a la física teórica. Pero en la imaginación popular, su nombre se asocia comúnmente con una pregunta simple de tres palabras, originalmente pensada como una broma entre científicos que discutían sobre ovnis en el laboratorio de Los Álamos en 1950: ¿Dónde están todos? Fermi no fue la primera persona en formular una variante de esta pregunta sobre inteligencia alienígena. Pero se le adjudica y la frase se conoce en todo el mundo como la paradoja de Fermi. Por lo general, se resume así: si el universo es insondablemente grande, la probabilidad de albergar vida alienígena inteligente parece casi segura. Pero dado que el universo también tiene 14 mil millones de años, parece que les da suficiente tiempo para que estos seres se den a conocer a la humanidad. Entonces, ¿dónde están todos? Desde la revolución copernicana se desmanteló la idea de que la humanidad estaba en el centro del universo.

Una serie de descubrimientos desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX demostró que la humanidad era mucho menos importante de lo que algunos habían imaginado. La revelación del tamaño de la galaxia y nuestra posición en un punto infinitesimal ubicado al azar, fue un golpe para la humanidad. Luego vinieron la relatividad y la mecánica cuántica, y la comprensión de que la forma en que vemos y oímos el mundo no guarda relación con el extraño enjambre de su naturaleza intrínseca. La literatura comenzó a probar y sondear estos descubrimientos. En el siglo XIX, algunos escritores ya habían abordado el tema que llegaría a dominar el siglo XX, desde las historias de Cthulhu de Lovecraft hasta la obra Esperando a Godot de Samuel Beckett, en la que se retrata la condición humana en un mundo sin Dios, sin ley y sin sentido.

En 1961, Frank Drake desarrolló una ecuación con una cadena de variables para tratar de determinar la frecuencia de la vida inteligente. A lo largo de los años, algunas de las variables se han conectado. ¿Tal vez los planetas son muy raros? ¿Tal vez son pocos los planetas que orbitan alrededor de su estrella en la “zona Goldilocks” donde no hace demasiado calor ni frío? Pues no, parece que muchos planetas cumplen con el mínimo para tener “vida” y seguramente haya alguna otra especie inteligente y tecnológica. Pero los seres humanos hemos estado escaneando el cosmos en busca de vida inteligente durante décadas y no hemos encontrado nada. Entonces, ¿qué tan probable es que detectemos algo?

A principios de este año, un grupo de la Universidad de Oxford publicó un documento argumentando que nuestro conocimiento del universo y de las matemáticas debería llevarnos a suponer que la vida inteligente es un evento extremadamente raro, que depende de una serie de circunstancias fortuitas, como el tamaño de nuestra luna, haciéndolo tan poco probable que casi nunca suceda. La humanidad no debería sorprenderse de que no hayamos encontrado extraterrestres, porque lo más probable es que no haya ninguno.

Es importante tener en cuenta que estos argumentos dependen de las probabilidades, y que nuestra búsqueda de vida inteligente en el cosmos lamentablemente, es todavía incompleta.

Pero aún así, parece cada vez más posible que los humanos estemos solos. A medida que esta idea se filtre lentamente en nuestra conciencia, tendrá profundas consecuencias culturales. Los hábitos mentales de dos siglos nos llevarán a resistir enérgicamente esta nueva imagen de la galaxia, especialmente desde que, en los antiguos mitos hasta la ciencia ficción posmoderna, la humanidad casi siempre se ha entendido a sí misma en relación con un “otro no humano” o sobrehumano.

Si la revelación de que los humanos estamos solos en nuestro universo se mantiene y penetra en nuestra psique colectiva, podría provocar una segunda revolución de la cultura copernicana.

En este sentido, se ha hablado mucho en círculos literarios y filosóficos de una nueva era “post-secular”. Y algunos escritores, como Marilynne Robinson en su novela Gilead, nos revela el fondo tradicional del pensamiento y la religiosidad que nos impregna. Pero, en verdad, la cultura humana nunca abandonó la visión no secular. Las fantasías del siglo XX de la inteligencia alienígena fueron sólo una versión moderna de la literatura religiosa. Los libros de Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Isaac Asimov, H. G. Wells, entre otros, reescribieron la historia antigua del contacto de la humanidad con un dios incognoscible en términos de inteligencia alienígena.

Las personas obtienen su identidad a través de las relaciones con los demás. Si no hubiera otras personas, no sabrías qué tipo de persona eres. Pero si no hay otro, no tienes identidad. En la ciencia ficción del futuro, donde la humanidad se encuentre sola en el centro de todo significado dentro del espacio y el tiempo, podríamos comenzar a perder nuestras formas. ¿Qué tipos de historias diremos acerca de nuestra especie cuando ya no esperamos a otro -un extraterrestre, un dios- para decirnos quiénes somos?

Ahora, mirando hacia atrás en ese momento desde la perspectiva de la revelación del estudio de Oxford, me pregunto si renunciar a dioses y extraterrestres conducirá a la gente a la rara singularidad de la mente humana. Nuestra especie alberga lo que probablemente sea el único ejemplo de inteligencia tecnológica. El cerebro humano muy probablemente seguirá siendo la organización más compleja de la materia en el universo. Y todos nosotros manifestamos esta inteligencia, esta entidad ajena al resto del espacio y el tiempo. Lo extraño, lo misterioso y lo que provoca la historia, no es que tengamos muy poco significado. Es que tenemos demasiado. Parece fuera de lugar en una galaxia silenciosa. Esa es la idea a la que tendremos que acostumbrarnos. Nuevamente rica en significado galáctico, la humanidad finalmente es libre de ver su soledad en vez de trágica como sorprendente.

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