Los sauces que ya no susurran

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Los árboles son santuarios”, escribió el poeta y filósofo Herman Hesse. “Cuando hemos aprendido a escuchar a los árboles… se convierten en un hogar. Eso es la felicidad”. En su libro Árboles: Reflexiones y poemas, Hesse presentó un argumento filosófico sobre los árboles y cómo son la clave de las nociones esenciales de verdad, belleza, hogar, pertenencia y felicidad.

Para muchos de nosotros, la tierra es la fuente de vida, un obsequio que nutre, sustenta y enseña, incluso consideramos a la Tierra como nuestra madre. Nos conecta con el pasado, con el presente y con el futuro, como el legado que guardamos para hijos y nietos. Así es como nos da un sentido de pertenencia a un lugar. El núcleo de este profundo lazo es una percepción idílica, una conciencia de que todo lo que “tiene vida” (montañas, ríos, cielos, animales, plantas, insectos, rocas y personas) está inseparablemente interconectado. Desde los pueblos originarios hemos aprendido que los mundos: material y espiritual, están entretejidos en una compleja red, todas las cosas vivientes tienen un significado sagrado.

Este sentido viviente de conexión ha desaparecido entre los habitantes de una ciudad como Caracas, donde parece que no nos alarma la idea de que un árbol pueda “gritar” cuando se corta o que dañar un árbol nos pueda causar problemas. La lección que los habitantes de Caracas deberíamos aprender es que al separar la naturaleza de nuestras vidas nos aislamos. A lo largo de la historia literaria y musical hay referencias a las canciones a los árboles y la forma en que “hablan”: sauces que nos susurran, ramas caídas, hojas crepitantes, el murmullo constante que zumba por el bosque. Los artistas siempre han sabido en un nivel fundamental que los árboles hablan, incluso nos dicen que tienen un “lenguaje”. Tal como lo han reflejado grandes artistas venezolanos como: Aglays Oliveros, Marcos Castillo, y antes, Emilio Boggio, Pedro Zerpa y Carlos Rivera Sanabria, entre otros, quienes han manejado las atmósferas del color en los paisajes y flores.

El lenguaje de los árboles es un concepto totalmente obvio para la ecóloga Suzanne Simard, quien ha pasado 30 años estudiando los bosques. Simard se sentía en conflicto acerca de cortar árboles y decidió estudiar la ciencia de cómo se comunican. Ahora, Simard enseña ecología e investiga redes fúngicas subterráneas que conectan a los árboles, facilitando la comunicación e interacción subterránea entre ellos. En este sentido, Paul Stamets afirmó que “los micelios son el Internet natural de la Tierra”.

La investigación de Simard muestra que debajo de la tierra hay vastas redes de raíces que trabajan con hongos para mover agua, estructuras de carbono y nutrientes entre los árboles de todas las especies. Estas redes complejas y simbióticas pueden compararse con las redes neuronales y las relaciones sociales humanas. Incluso considera que hay árboles madre que gestionan el “flujo de información y la interconexión”, ayudando al resto a combatir enfermedades y a sobrevivir juntos. Al estar al tanto de la interdependencia de todos los seres vivos, los humanos podemos ser más sabios sobre el mantenimiento de los “árboles madre” de una generación de árboles a la siguiente. Simard argumenta que este intercambio es comunicación, aunque en un idioma ajeno a nosotros. Desde Darwin, habíamos pensado que los árboles compiten por el agua, los nutrientes y la luz solar, secando a los perdedores. Pero ahora sabemos que existe mucha cooperación, en lugar de solo competencia entre especies, hay una lección que aprender de cómo se relacionan los árboles.

Escribiendo esta columna, quisiera mostrar una nueva percepción sobre los árboles. Verán, bajo tierra está este otro mundo, un mundo de caminos biológicos infinitos que conectan los árboles y les permiten comunicarse, haciendo que un bosque se comporte como si fuera un solo organismo.

Peter Wohlleben se dio cuenta de algo similar mientras trabajaba en un antiguo bosque de abedules. Él comenzó a notar que los árboles tenían una “vida social compleja”, después de tropezar con un viejo tocón sin hojas que aún vivía, luego de unos 500 años. “Todo ser vivo necesita nutrición”, dijo Wohlleben. “La única explicación es que fue apoyado por los árboles vecinos a través de las raíces con una solución de azúcar. Los árboles están muy interesados ​​en mantener con vida a todos los miembros de su comunidad”. Las finas puntas de las raíces de los árboles se unen con filamentos microscópicos de hongos para formar los enlaces básicos de la red, que parece funcionar como una relación simbiótica entre árboles y hongos o tal vez un intercambio económico. Como una especie de tarifa por los servicios, los hongos consumen alrededor del 30% del azúcar que los árboles producen al hacer fotosíntesis. El azúcar es lo que alimenta a los hongos, a su vez éstos buscan nitrógeno, fósforo y otros nutrientes minerales, que luego son absorbidos y consumidos por los árboles. Como los humanos, tienen interacciones con otras especies.

La mayoría de los científicos, y los árboles, sin duda estarían de acuerdo en que la conservación es la clave. Las políticas ecológicas se convertirían naturalmente en una prioridad para las personas si reconociéramos que los árboles tienen conexión y comunicación. Esto les faltó a los sauces que estaban en la plaza de Las Tres Gracias, lejos de ser testigos silenciosos del paso del tiempo, tenían historias que contar. Podríamos considerarlos como los “filósofos de la plaza”, dialogando a lo largo de los años y ofreciendo sabiduría silenciosa. Con su forma elegante y ramas colgantes, los sauces eran árboles hermosos y relajantes. Si los hubiésemos escuchado, habrían dicho… He vivido durante los últimos sesenta años con las Cárites, más conocidas como Las Tres Gracias, las diosas del encanto, la belleza, la naturaleza, la creatividad humana y la fertilidad, viendo transitar el ir y venir de los universitarios. ¿Qué recuerdos dejaron los sauces? Los olores frescos, el sonido del movimiento de las hojas y el canto de los pájaros, la textura de la corteza. Todo esto tan preciado en nuestra maltratada Caracas.

Cuando supimos de la tala percibimos el dolor, el atentado a la vida global. En un momento donde las decisiones políticas de una alcaldía chocaron con los ancianos Sauces, nos indignamos, nos afligimos y de forma involuntaria nos llenamos del dolor del “recuerdo” de las pérdidas que nos sigue albergando como individuos, especie y sociedad. ¡Ay, los pobres sauces!

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