El mayor triunfo del Acuerdo climático de París es que hubo un acuerdo. A diferencia de los intentos previos de los tratados climáticos, París abarcó no sólo a los Estados Unidos de Norteamérica, sino también a una China transformada y una India industrializada. Incluso lleva el sello moral de los estados insulares del Pacífico, países existencialmente amenazados por el aumento del nivel del mar. Los objetivos establecidos en el Acuerdo de París sobre el cambio climático son ambiciosos pero necesarios. Si no se cumplen, los expertos han pronosticado una sequía generalizada, enfermedades y desesperación en algunas de las regiones más pobres del mundo. Bajo tales condiciones, la migración masiva de refugiados es casi inevitable. Sin embargo, si las naciones más ricas son responsables en su compromiso con el objetivo de París, entonces deben comenzar a contabilizar las emisiones de carbono contenidas en los productos que importan.
El dióxido de carbono es el gas de efecto invernadero más importante emitido por las actividades humanas, incluida la quema de combustibles fósiles, como el carbón y el petróleo, la producción de cemento y la deforestación. La concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha alcanzado su nivel más alto en al menos 800.000 años, según los científicos. En abril de este año, la concentración de CO2 en la atmósfera superó un promedio de 410 partes por millón (ppm) durante todo el mes, pero los niveles de dióxido de carbono nunca habían excedido los 300 ppm en estos 800.000 años.
En este sentido, la industria pesada y la demanda constante de bienes de consumo son contribuyentes clave del cambio climático. De hecho, el 30 por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero se producen a través del proceso de conversión de minerales metálicos y combustibles fósiles para la producción de automóviles, lavadoras y dispositivos electrónicos que ayudan a apuntalar la economía y hacer la vida un poco más cómoda. Por cada artículo comprado o vendido hay un aumento en el PIB y con cada aumento del 1 por ciento en el PIB, hay un aumento correspondiente del 0,5 al 0,7 por ciento en las emisiones de carbono. La creciente demanda de bienestar exacerba este problema.
Para el caso de los minerales metálicos, la tasa de extracción se duplicó con creces entre 1980 y 2010, y no muestra signos de desaceleración. Por ejemplo, cada vez que compramos un automóvil nuevo, éste contiene hasta 7 gramos de “metales del grupo del platino” para revestir el convertidor catalítico. Los seis elementos en el grupo del platino tienen el mayor impacto ambiental de todos los metales, y producir sólo un kilo requiere la emisión de miles de kilos de CO₂. Ese automóvil también consume una tonelada de acero y algo de aluminio, una gran cantidad de plásticos y, en el caso de los automóviles eléctricos, elementos de tierras raras. A menudo, nadie es responsable de las emisiones de carbono relacionadas con estos materiales, ya que se producen en países donde la industria “sucia” sigue siendo políticamente aceptable o se la considera la única forma de escapar de la pobreza. De hecho, de las emisiones de carbono relacionadas directamente con los consumidores europeos, habría que sumarle alrededor del 22 por ciento correspondiente a los países donde se produjo el bien, para los consumidores en los EE. UU., esta cifra se ubica en torno al 15 por ciento.
Las emisiones de carbono emitidas por el tubo de escape sólo narran una parte de la historia. Para tener una idea completa de la huella de carbono de un automóvil, debemos tener en cuenta las emisiones que se producen en la extracción de las materias primas y el hecho de excavar un hoyo en el suelo dos veces: una para extraer los metales contenidos en el automóvil y otra para desecharlos cuando ya no pueden ser reciclados. Comprar un carro nuevo y tirar el viejo puede ser justificable si el cambio se hizo porque el vehículo nuevo es más eficiente en el consumo de combustible, pero ciertamente no lo es cuando se trata de una cuestión de moda u obsolescencia planificada a nivel corporativo. Lo mismo es cierto para cualquier cantidad de elementos de alta tecnología, incluidos los teléfonos inteligentes cuyos software, que requieren más recursos especializados como mayor memoria, procesadores más rápidos y unidades de procesamiento gráfico, los hace inutilizables en el mediano plazo.
Las consecuencias medioambientales de reemplazar un teléfono inteligente, en términos de emisiones de carbono, son considerables. Apple determinó que el 83% del dióxido de carbono asociado con el iPhone X estaba directamente relacionado con la fabricación, el envío y el reciclaje del teléfono. Con este tipo de cifras, es difícil argumentar un caso sostenible para el cambio continuo de equipos electrónicos, independientemente de la cantidad de paneles solares que Apple tenga en el techo de sus oficinas.
Otro aspecto a considerar es que los gobiernos de los países más ricos que importan productos, deberían acarrear con sus emisiones. Dejando de señalar con el dedo a China u otros gigantes de la fabricación o la minería, y comenzar a asumir su responsabilidad en las emisiones de CO2. Esto significa ir más allá de lo que han estado dispuestos a llegar hasta ahora e implementar estrategias de materiales sostenibles que aborden todo el ciclo de vida de un producto, desde la minería hasta la fabricación, el uso y, finalmente, su eliminación.
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