El establecimiento de las políticas científicas está dominado por abogados y políticos, personas que, en su mayoría, nunca han hecho ciencia y por consiguiente tienen poca idea de lo que es. Como resultado, muestran una capacidad limitada de entender lo que está detrás de la ciencia.
Un buen ejemplo de esto fue al inicio del mandato del ex presidente de los EE.UU, George Bush, quien pronunció un discurso sobre la pertinencia moral del uso de fondos oficiales para financiar la investigación con células madre embrionarias humanas. Las células madre son aquellas que se encuentran en todos los organismos pluricelulares, que tienen la capacidad de dividirse y diferenciarse en diversos tipos de células especializadas, además de renovarse para producir más células madre con el potencial de transformarse en otros tipos de células más especializadas.
Estas propiedades hacen que las células madre sean de interés por dos razones fundamentales: en primer lugar, pueden proporcionar conocimiento científico sobre los procesos celulares y de desarrollo, en segundo lugar mantienen la esperanza para un tratamiento médico en enfermedades como la diabetes, el Parkinson y otras enfermedades degenerativas. Durante años, las células madre embrionarias han sido tema de controversia pública. Aunque nadie desaprueba el objetivo del conocimiento científico o de las curas médicas, son muchos los que se oponen a la destrucción de embriones humanos con el fin de obtener células madre.
El debate público se basa en el carácter ético (político y religioso) que se concede a los embriones humanos: ¿son simplemente grupos de células, son personas potenciales o algo intermedio? Al limitarse el uso de fondos para la investigación con células madre embrionarias, se esperaba que esta política promoviera la ciencia sin alentar la destrucción adicional de embriones. Pero, surge la pregunta: ¿hasta qué punto es legítimo que los temas éticos empleen medios políticos para influir en la dirección de la investigación científica?
En el caso de las células madre embrionarias hay diversas cuestiones, siempre presentes, sobre lo entrelazadas que están la ciencia y la política. De aquí surgen dudas importantes: ¿podemos o debemos mantener estas categorías separadas? ¿Hasta dónde puede o debe la ciencia ser una actividad «libre de valores»?
Así pues debemos arbitrar entre una «ciencia libre de valores» y una ciencia como una elemental «cuestión política». Hay dos posturas destacadas al respecto. Por un lado están aquéllos que desean proteger la libertad de la investigación científica, manteniendo la política fuera de la ciencia. Por otro lado, están aquéllos otros que sostienen que la investigación científica debe ser evaluada en el contexto de otros bienes, apelando a la política científica.
El término política científica puede hacer referencia tanto a la «política con base científica», esto es, el uso de conocimiento científico aplicado a la toma de decisiones o a la «política de ciencia», es decir, las medidas diseñadas para influir en la forma, escala y fecha de las agendas de la investigación científica. Al respecto el científico y filósofo Daniel Sarewitz ha señalado que las cuestiones más pertinentes en política de ciencia son: ¿qué tipo de conocimiento científico debería perseguir la sociedad? ¿Quién debería hacer tales selecciones y cómo? ¿Cómo debería la sociedad aplicar ese conocimiento una vez obtenido? ¿Cómo se puede definir y medir el «progreso» en ciencia y tecnología en el contexto de objetivos sociales y políticos más amplios?
La relación entre ciencia y política siempre ha planteado cuestiones incómodas. En la República de Platón, Sócrates discutía los beneficios de que fuesen los filósofos quienes gobernasen, porque solo ellos tenían el conocimiento del bien en sí mismo y de este modo serían los únicos que podrían guiar a la ciudad hacia una adecuada realización. Pero, al mismo tiempo, el propio Sócrates, un defensor del conocimiento, fue ejecutado por la Atenas democrática cuando un jurado concluyó que su práctica filosófica desestabilizaba el orden cívico.
En las circunstancias actuales de nuestro país, y ante la dimensión de sus contradicciones internas, ciencia y política ya no pueden ser consideradas antagónicas y mucho menos, apreciarse como espacios ajenos o contradictorios. La urgencia de cambios profundos y estructurales exige la convergencia de ambas, mediante el diseño de políticas de inserción de la ciencia en el devenir político.
En las condiciones actuales de nuestro país la ciencia adquiere y exige un enorme compromiso político, capaz de construir marcos jurídicos que le favorezcan, como una de las formas de sintonizarnos no sólo con el mundo sino con nosotros mismos, teniendo en cuenta las enormes implicaciones del tema en la conciencia nacional.
Por último, y volviendo a Platón, podemos imaginar una política científica basada en el modelo del «rey filósofo». Dados los importantes y sumamente controvertidos temas éticos asociados con la ciencia y la tecnología, quizá sólo un grupo de sabios filósofos podría saber cuál es el mejor camino a seguir.
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